El presidente de la República ha tejido con maestría la trampa en la que todos van cayendo: el espejismo de una Presidencia salvífica. A sus candidatos les está vedado denunciar errores y desvíos, pues perderían su favor, y los opositores se engancharon en una retórica del enemigo semejante a la del Presidente.
La sorpresa que espera a quien triunfe en 2024 es que no podrá gobernar con girones de Estado, sin servicios públicos funcionales, sin administración competente, sin control territorial, sin confianza social. Los ejes del Estado se han vencido por el avance de los grupos delincuenciales, la crisis de la justicia y de los servicios educativos y de salud, la devaluación de los sistemas representativo, electoral y de partidos, la impunidad del delito, el crecimiento de la desigualdad, el federalismo invalidado por una voluntad centralizadora, y el quebrantamiento continuo y deliberado del orden jurídico.
La concentración del poder es una patología añeja que propicia arbitrariedad, improvisación, ineficiencia, discrecionalidad y corrupción. Nuestra democracia electoral era incompatible con un presidencialismo absolutista, pero como nunca se tomaron las medidas correctivas, la agregación de excesos facilitó el éxito de la demagogia.
Formado en la cultura del personalismo, el Presidente supuso que su presencia cambiaría al país; no lo consiguió porque no era esa la solución. Lejos de aceptar el fracaso, se esfuerza en perpetuar un proyecto caudillista sin advertir que la dominación carismática es intransferible; sigue creyendo que cambiar es cuestión de voluntarismo e imposición autoritaria. No es así; cambiar es asunto de inteligencia para concebir, construir y conducir instituciones.
Padecemos un Estado menguante y lo estamos pagando de muchas maneras. El juego sucesorio de una persona desarticulará lo poco que aún funciona. La reconstrucción del Estado será un imperativo ineludible.